El secreto ancestral de los tepuyes

Desde niña, la autora escuchó a su padre hablar sobre un territorio majestuoso, donde la naturaleza era tan extraordinaria como la riqueza arqueológica. Años después, ella viajó al corazón de la Amazonía colombiana a descubrir Chiribiquete con sus propios ojos.

 

El mundo perdido de la serranía de Chiribiquete era mi lugar imaginario favorito cuando era niña. Recuerdo que mi padre, Carlos Castaño Uribe, un Indiana Jones a la colombiana, siempre que regresaba de este paraíso amazónico estaba magullado, con cara de náufrago y tan flaco que de perfil no se veía. Oía fascinada sus relatos de ese sitio secreto del que nadie sabía. En el colegio, buscaba referencias de este lugar y como no aparecía en ninguna enciclopedia ni mapa de la época, dudaba si era un invento de mi padre para entretenerme o si los detalles narrados con su voz eran ficción para hacerme soñar.

Chiribiquete es un sitio único en el planeta. Atravesado por la línea ecuatorial, el parque se encuentra entre el departamento del Caquetá y el Guaviare. Es uno de los sitios mejor conservados en la tierra. Entre las sabanas herbáceas y la llanura amazónica viven animales y especies que los científicos sueñan estudiar. Para las culturas indígenas, era el centro del mundo. La casa del Jaguar, que es el hijo del Sol y la Luna: blanco lunar en el pecho, amarillo solar en el lomo. Este felino y los hombres-jaguar, son los protagonistas de más de 75.000 mil pinturas encontradas por mi padre en las rocas de Chiribiquete. Lo que más asombra es que algunas datan de hace más 20 mil años, lo que sería la evidencia de presencia más antigua de América Latina, según Gonzalo Andrade, del Instituto Nacional de Ciencias de la Universidad Nacional.

 

 La Serrania del Chiribiquete en Colombia.
Foto por César David Martínez

Con un “cráter” de 260 metros de diámetro y paredes de roca de más de 60 metros de altura, la Marmita Gigante es uno de los íconos de la Serranía del Chiribiquete.

 

Hace más de treinta años, cuando mi padre era el director de Parques Nacionales Naturales de Colombia, se encontró por error este lugar extraordinario. Fue en 1986, cuando divisó desde una avioneta las monumentales rocas de Chiribiquete, luego de que tuvieran que desviar su curso hacia Leticia, capital del departamento del Amazonas, por culpa de una tormenta tropical. En ninguno de sus mapas de navegación figuraban esas mesetas, que triplican el tamaño de la Torre Eiffel y que emergían en medio de una jungla intacta. Esa primera vez, se limitaron a sobrevolar y anotar las coordenadas de aquel lugar al que regresaría tantas veces y por el que trabajaría el resto de sus años buscando una fórmula perfecta para protegerlo.

Que lo llamen “el descubridor de Chiribiquete” lo incómoda porque sabe que es probable que muchos otros lo recorrieran antes que él, sean indígenas nómadas, colonos o exploradores. “Yo solo lo descubrí para Parques Naturales y para integrarlo al sistema de áreas protegidas”. Aunque sí se enorgullece de que el verdadero descubrimiento fuera toparse con el arte rupestre en su primera expedición en 1990. Luego de escalar una de las rocas, se encontró de frente con un enorme abrigo rocoso con dos enormes e imponentes jaguares. Han sido más de una decena de expediciones, acompañado por los más reputados científicos que vienen estudiando los frentes de flora y fauna. Él se ha dedicado de lleno a la arqueología y al estudio del arte rupestre del lugar.

 

Chiribiquete.

 

¿Sabía que el Chiribiquete es Patrimonio de la Humanidad por parte de la Unesco?

Los pictogramas que se encuentran en Chiribiquete son hallazgos que permiten darle una nueva interpretación a nuestra historia: conectan a nuestros ancestros con diversas culturas aborígenes en toda Latinoamérica y el Caribe (desde lo que hoy es México hasta el Brasil). Las mismas pinturas aparecen en lugares remotos del continente, dejando la evidencia de una cultura que nos une. Se cree que los chamanes que pintaron en las rocas eran nómades que llegaban de diversas rutas peregrinando. Como un templo sagrado, en este no se puede vivir, solo visitar.

 

Al encuentro familiar con los tepuyes

En familia repetimos entre bromas, que, además de sus cuatro hijos, él tiene un quinto favorito: se llama Chiribiquete. Crecí escuchando las historias en torno a ese enigmático quinto hermano, esa mezcla entre naturaleza viva, majestuosas mesetas de piedra, ricas culturas remotas y miles de pinturas preservando el pasado vivo de las mismas. Crecí queriendo conocerlo, pero estábamos muy lejos y faltaría mucho tiempo para nuestro encuentro familiar.

Con un “cráter” de 260 metros de diámetro y paredes de roca de más de 60 metros de altura, la Marmita Gigante es uno de los iconos de la Serranía del Chiribiquete.

Aunque he oído a mi padre hablar de Chiribiquete desde niña, pasaron muchos años de silencio. Fue hace cinco años cuando volvió a tocar el tema, ahora con mucha discreción y preocupación. Supe de sus noches de insomnio luego de que el parque saliera a la luz pública con varias publicaciones en medios nacionales y un documental sobre la flora y la fauna colombianas. La curiosidad por la zona se disparó y la forma en que esa dinámica turística empezó a desarrollarse tuvo que sortear la informalidad y las complejísimas condiciones de acceso de este territorio amazónico. Ese conmovedor e improbable paisaje es tan seductor como esquivo y en esa inaccesibilidad también radica su grandeza: un privilegio para apreciar sin alterarlo.

 

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En 2018, tuve la oportunidad de hacer parte de un esfuerzo por consolidar esa preservación. Se trataba de una expedición arqueológica para reunir material y registros que sirvieran como nuevos argumentos en favor de la postulación de Chiribiquete ante la Unesco como Patrimonio de la Humanidad.

Salimos en un vuelo de una hora desde Bogotá hacia San José del Guaviare y desde allí despegamos en un avión autorizado por Parques Nacionales a sobrevolar Chiribiquete. Debido a que una parte fundamental de la preservación de este territorio depende de que se mantenga intacto, los visitantes solo pueden sobrevolar la zona en avión y apreciar desde las alturas la majestuosidad de la selva. Durante los primeros minutos de ese vuelo, vi parches de deforestación alternando con la selva, pero la esperanza fue reapareciendo en forma de un verde compacto y frondoso extendido hasta el horizonte. Desde esos 8.500 pies de elevación, recuerdo haber visto por primera vez los tepuyes gigantescos de los que mi padre me habló desde niña: emergían en medio de la vegetación como monumentos de la naturaleza dedicados a los dioses.

La serranía del Chiribiquete es alucinante, como toda la Amazonía colombiana, pero con la particular condición de ser un espacio que casi nadie ha visto a pesar de sus dimensiones inocultables y que esconde secretos al interior de esas enormes mesetas de roca. La sensación de respeto ante los tepuyes es sobrecogedora: son tan altos como rascacielos de Manhattan, pero levantados en medio de una selva cerrada, exuberante y habitada por una rica fauna y flora del Amazonas, además de ser el hogar de culturas indígenas intactas. Hay que verlo desde el cielo, pero aún desde lo más alto Chiribiquete parece acariciar las nubes.

 

Al encuentro familiar con los tepuyes

En 2018, Chiribiquete fue reconocido por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad en una categoría especial, mixta, que exalta tanto su riqueza natural como su relevancia cultural. Es un caso excepcional, similar al de Machu Picchu, en Perú. Este logro sintetizaba en parte el largo trabajo y las luchas llevadas a cabo por mi padre a lo largo de casi treinta años.

 

Unesco como Patrimonio de la Humanidad.
Foto por Fundación Herencia Ambiental

Las pinturas rupestres de esta zona datan de casi 20 mil años de antigüedad. El jaguar es protagonista, junto a otras especies animales de poder.

 

Fueron años de paciencia y comprensión hacia él por su exagerada dedicación repartida principalmente entre sus proyectos con la Fundación Herencia Ambiental, que lidera junto a su esposa Cristal, en proyectos socioambientales con comunidades e indígenas en el Caribe colombiano, y el trabajo mancomunado con Parques Nacionales Naturales, en cabeza de quien lo sucedió en el cargo, la directora Julia Miranda, quien ha sido su aliada y ficha clave para darle continuidad y fortalecer el esquema de cuidado especial que necesitaba el parque.

Además de haber trabajado para lograr la declaratoria de la Unesco, ese trabajo esmerado ha ayudado a cuadruplicar el tamaño del área protegida. Mi padre ha sido muy comprometido, casi radical, en la preservación de esa riqueza cultural, cuya supervivencia se ha debido muchas veces a la dificultad de llegar e internarse en medio de ellos. A mí me confrontaba su posición, porque por más que admirara su sacrificio por el parque y su capacidad de callar todo lo que encontraban en estas expediciones, estaba convencida de que era un derecho de los colombianos conocerlo.

Nadie cuida lo que no conoce. Por eso, empecé a lavarle la cabeza, y de paso, las ideas. Muchos ya lo habían intentado: canales de televisión, medios colombianos, escritores. Nada. A mí me costó toda mi experiencia en una firma de comunicación estratégica para lograrlo. Iba armada de argumentos. Pero el lo más importante era que nadie cuidaría Chiribiquete si no entendían su importancia. Fue así como en 2019, esas tres décadas de investigación, esa relación íntima de amor y conocimiento que él ha establecido con esa Amazonía remota, acabaron reunidas en su libro Chiribiquete: la maloka cósmica de los hombres jaguar.

Hoy se puede conocer Chiribiquete únicamente desde los aires, con el permiso para sobrevolarlo de la Fuerza Aérea y Parques Nacionales. Los que quieren ver las pinturas, pueden apreciarlas afuera del parque, en Cerro Azul, un sitio contiguo a San José del Guaviare que tiene la misma tradición indígena. No está permitido entrar para evitar poner en peligro su estado prístino y sus comunidades indígenas. Pero hoy, como los chamanes, los colombianos tienen su libro y las imágenes para viajar a él desde el pensamiento y los argumentos para exigirle a sus gobernantes su protección y cuidado.

Cuando conocí a ese hermano mayor amazónico que es para mí Chiribiquete, sentí que por fin mi familia estaba completa. Al verlo desde las alturas, todas las imágenes y videos palidecieron ante lo más impactante que he tenido frente a los ojos. Cuando pude conocer sus pinturas rupestres, gracias a la excepcional oportunidad de hacer parte de una expedición científica, sentí que todo un pueblo indígena me abrazaba desde 20 mil años de distancia. Y ahora, cuando escribo estas palabras, mis ojos agradecen la voz de mi padre y quieren estar de nuevo entre las nubes de la Amazonía para volver a llenarse de Chiribiquete.

 

Texto por María José Castaño

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